La regla se apoya sobre una superficie blanca y el sonido del piolín tizado corta el aire. José Pedro Ríos, de 60 años –manos firmes y oficio intacto– marca los márgenes, apunta con los dedos, traza la guía. Luego diluye la pintura con aguarrás “porque es más aceitoso y tiene más recorrido el pincel”, explicó. De fondo siempre suena un tango o las voces de Los Cantores del Alba. Y la primera línea aparece: fina, precisa, viva. Así empieza siempre. Así empezó hace más de 40 años. En su taller, entre pinceles largos y esmaltes brillantes, mantiene viva una técnica declarada Patrimonio Cultural de la Ciudad de Buenos Aires en 2006 y Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco en 2015.

El fileteado porteño es un arte decorativo tradicional nacido en Buenos Aires a fines del siglo XIX. Surgió en carros de tracción animal que repartían verduras, leche o carne; después pasó a camiones y colectivos. Su estética combina líneas finas, colores vivos, flores, banderas argentinas y frases ingeniosas pintadas a mano. Originalmente, el filete funcionaba como talismán: se creía que atraía trabajo y buena fortuna. Aunque los soportes cambiaron -de camiones a remeras, murales o instrumentos musicales- conserva ese valor afectivo.

Es, como dice Ríos, “un arte argentino, no sólo porteño”. Y en Tucumán también tiene historia y una comunidad pequeña pero activa. “Aquí somos buenos colegas y compartimos trabajos. Estoy muy agradecido a letristas como Hernán Cassoni, Héctor Medina, David Granero, Juanjo Acosta y Tito Haro”, destacó.

Marcado de por vida

“Mi primera profesión fue ser filetero”, dijo sin dejar de mover el pincel. “Mientras estudiaba la secundaria salió este trabajo en vacaciones y sin pensarlo quedó como una profesión. En mi caja de pinceles tengo anotado mi primer día: 9 de febrero de 1981. Tenía 15 años”, recordó.

CON SUS HERRAMIENTAS. José Pedro Ríos sostiene los pinceles en el taller donde pinta los colectivos con estilo fileteado.

Ríos aprendió mirando y copiando. “De dos grandes fileteros: don Julio Soto y don Fernández. En esa época faltaba mano de obra y un día me largué: golpeé las manos en la línea 7 y me atendieron”, contó. En 1981 casi todos los colectivos llegaban a Tucumán fileteados desde Buenos Aires, pero había que retocar letras, completar siglas, agregar artículos. “Había que animarse, y yo quería ayudar a mis padres. Mi premisa era probarme en la calle”, recordó, y se le humedecen los ojos.

Collages, vino, tarot, cerveza, pintura, té y cerámica: la exótica combinación de sentidos que transformó los bares tucumanos

Su vida se partió en dos oficios que conviven desde entonces: de día, colectivero; de tarde, filetero. Hace 20 años maneja un coche de la línea 102, El Corcel, siempre con el mismo recorrido: Pie del Cerro - Hospital del Este. Antes pasó por otras líneas. “Los colectivos son mi mundo. Los conozco desde la carrocería hasta el andar. Me siento cómodo en los talleres”, afirmó. Y sin embargo, todo empezó con la letra.

El corazón del fileteado

“Mi fuerte era la letra gótica”, explicó. En los 80 todos los colectivos la traían. Luego vinieron las letras de molde, más grandes, más limpias. “Parecen más fáciles, pero para mí no lo eran”, admitió. Aprendió a fuerza de prueba y disciplina: buen lápiz negro, reglas, escuadras, piolines, tiza y, sobre todo, las pinturas adecuadas. “Los colores primarios son sagrados, dice: azul, blanco, rojo, amarillo y el negro es infaltable”.

En los 90 también fue la época en que conoció a su gran referente: don Víctor Carrusca, filetero porteño de Parque Patricios. “Me dio un gran consejo: un trabajo tiene que impactar, que haga que la gente vuelva a mirar”, recordó con emoción. La enseñanza quedó grabada para siempre.

La pintura “Sin pan y sin trabajo” cumple 130 años

José tiene seis hijos y seis nietos y ninguno continuará con el oficio. “Había que agarrarlo de chico. Yo nunca quise obligarlos”, comentó. Su hermano mayor si lo inspiró: “Él era mi guía”. Trabajó en camiones, carteles, fachadas y en proyectos especiales: uno de sus trabajos especiales fue en una hamburguesería de barrio Sur, donde pintó – junto a un colega– un colectivo entero en la fachada porque el dueño era fanático.

También dejó su marca en muchos colectivos. “En las líneas 4 y 102 se pueden ver mis trabajos. Quedan algunos en la empresa Florida, BFB y Transporte Ciudad Alderetes, línea 121”. Incluso creó un detalle propio: “Implementé pintar el número interno del colectivo en el parabrisas y luego atrás. Nadie lo hacía”.

Pinceles, tiempo y paciencia

El fileteado es un oficio del tiempo: un colectivo puede llevar dos días, más si hace frío. La cartelería, a veces más. Y exige exactitud: “Si te comés una letra es de terror”, advierte. Por eso revisa, deletrea y cuenta sílabas antes de entregar un trabajo.

Sus pinceles son un capítulo aparte. A fines de la secundaria, en una feria en Buenos Aires, descubrió una caja que lo cambió todo: “Mis compañeros me decían que los pinceles que yo usaba no eran los indicados. Cuando estaba en sexto año de secundaria fui a una feria de máquinas de herramientas y vi a un hombre pintando un cartel: él me dio la dirección para comprarlos, una “buen alma”, recordó. “Al otro día fui a la librería: me sacaron una caja llena, me enamoré. Con mis otros pinceles pintaba dos letras y se acababa la pintura; con estos podía terminar un renglón entero”, relató. Eran especiales, hechos –como luego comprobó en un libro– con pelos de la oreja de la vaca. “Desde entonces jamás los cambié. Siempre trato de tener un buen stock. La fábrica está en Mar del Plata y es parte de mi historia”.

Un arte vivo

Hoy el fileteado atraviesa fronteras. Se pinta en Europa, en Japón; se dictan talleres, se multiplican en murales, tatuajes y galerías. En las últimas décadas, las mujeres también ganaron espacios en un oficio históricamente masculino, aportando nuevas sensibilidades. Hay una asociación creada en 2012, que reúne a maestros, aprendices y entusiastas y cada 14 de septiembre, Buenos Aires celebra su día.

Para Ríos, sin embargo, el arte está en otro lado: en la calle. En ese instante exacto en que la línea -mínima pero decisiva- sostiene una tradición centenaria. “Para mí, lo importante es que la gente mire el trabajo y vuelva a mirarlo” dice, mientras carga el pincel una vez más. En el brillo del aguarrás se dibuja la próxima letra. Y en la curva perfecta del trazo, la ciudad -la que manejó durante 40 años, la que pinta desde los 15- vuelve a escribirse.